Por Juan Cruz Butvilofsky
Hace varias horas que borro lo que escribo. Creo que no hay palabras que sean suficientes, que alcancen a explicarlo. A menudo le echamos la culpa a la minoría que no entiende lo que nos pasa con Maradona, pero debemos reconocer que no es posible explicarlo de un modo que sea entendible.
Me pregunto ¿por qué me pasa lo que me pasa? ¿Por qué me escapo de todos los personalismos e idealizaciones pero con Diego me resulta imposible? ¿Por qué sus actitudes repudiables no tienen la fuerza lógica ante la enorme vinculación sentimental que tengo con él? ¿Por qué lo sigo llorando como a mis abuelos?
Maradona son las horas que me senté en ese sillón con no más de 5 años a ver los partidos de Italia 90 que grabó mi tío en una casetera. Horas es poco, se que Maradona se va haciendo jueguitos con el hombro después del sorteo contra Camerún, cada patada que le dieron en ese partido. Sé que cuando Paulo Silas está entrando en calor, aparecerá Maradona gambeteando a los que nos estaban cagando a baile para dejar mano a mano a Caniggia a quien Marcelo Araujo le suplica: «Ahora o nunca bebé». He imitado de niño a Tafarel arrodillado, como guerrero vencido, mientras se ve la celeste y blanca brillando por el sol, festejando el gol que nos daba un partido inganable.
Maradona son las 150 veces que debo haber alquilado en el viejo Video Club Paraná (conocido como Rivadavia) la película Héroes, que solía estar en la estantería que estaba bien de frente al ingreso al lado del mostrador. Maradona es mi primera ilusión mundial con la selección del 94. A la vez, mi primer llanto futbolero cuando nos cortaron las piernas, no sin antes dejarnos la obra de arte de su último gol con la hermosa camiseta suplente.
Maradona es ese olor al lomito, en las calles de La Boca, cuando mi viejo me llevó de la mano a ver el primer partido de su vuelta contra Colón y su mechón amarillo. Conservo una foto, con el corte taza horrible que me hacían, de ese instante. Le tengo que agradecer a mi viejo porque entendió que llevarme ahí era hacerme formar parte de la historia, que fui un privilegiado que tuvo lo que millones hubiesen deseado. La vez que estuve más cerca de conocerlo, de cumplir mi sueño.
Maradona es el recuerdo de salir corriendo a tatuarme su cara cuando lo internaron en la clínica Suizo-Argentina en 2004, con la absurda idea de que esa actitud iba a ayudar a que salga una vez más. Esa vez salió.
Como se verá, mis recuerdos son posteriores a su gran épica. Yo nací en el 87, un año después de todo aquello. Pero Maradona son las horas en la falda de mi abuelo, que entre silbarse un tango o un bolero me contaba como este loco 10 bajito le había dado alegrías y emoción a un pueblo que venía destrozado por Malvinas y la dictadura.
Por su puesto, Maradona también es sus falencias. Las repudiables conductas de todo varón heterosexual educado en el patriarcado, con la diferencia de que de Maradona supimos hasta cuando fue al baño. Esto no justifica, la violencia se repudia sin peros.
Maradona también es ese villero que tuvo el tupé de no olvidarse de serlo en la cima del capitalismo ¿cómo es que se atrevió este negrito que nació entre cuatro chapas a disfrutar las mieles del sistema sin obedecerle? ¿Cómo un dominado va a tener el tupé de no ceder su rebeldía ante la plata y el poder? Sin más armas en la mano que un 10 en la camiseta, dice el verso.
Maradona es ese nene que bailó a un rival en los Juegos Evita y que luego fue a abrazar a ese muchacho desconsolado consecuencia de su talento. Ese valor, del jugador de fútbol noble que representaba Diego, es el que me enseñó que ganar no es lo único que importa ni en el fútbol, ni en la vida.
Maradona es el mural pintado en los escombros de la guerra en Siria. Maradona es el símbolo de una lucha histórica contra la segregación y discriminación en Nápoles.
Maradona también fue «el drogadicto» para la sociedad hipócrita que calla cuando la merca la toma un juez o funcionario, pero cuando el pibito que patea la pelota lo hace, llenamos el mundo de nuestra moral y el deberser. El estigma que recayó sobre Maradona no debe tener punto de comparación, mientras lo que necesitaba era salud muchos lo trataron de criminal.
Yo siento que a veces pareciera que Maradona no tenía derecho a la vida, a sentir. No tenía la posibilidad de atravesar los complejos procesos psíquicos con los que todos y todas lidiamos a diario. Maradona debía tener la capacidad de saber resolver lo que nosotros no podemos, desde la cima del mundo, con nadie diciéndole que no, con las herramientas que pudo encontrar en el camino. Claro, el que mejor jugó a la pelota en todo el mundo y toda la historia, debía ser el farol de la moral, coherencia y el buen obrar ciudadano.
Ojalá algún día le exijamos a la clase política la misma coherencia que le exigimos a Maradona. Ojalá algún día le exijamos a los empresarios la misma moral que le exigimos a Maradona. Tendríamos un mejor país. El se equivocó y pagó ¿qué más quieren?
Maradona también es el mejor compañero, el mejor jugadorista. Otra vez, ante la posibilidad de elegir el falso descanso sobre las tumbas de la gloria, Maradona era el que usaba su espalda para plantearle las cosas a la patronal y defender al pibe que tenía su primer contrato firmado.
Mientras tanto y a pesar de haber intentado racionalizar algunas ideas, sigo atravesado por el dolor. Me duele, además, la aparente soledad en la que murió. Rodeado de buitres que por suerte empiezan a ser nombrados, que salgan de la impunidad del anonimato los que publicitaban cigarrillos de su instagram mientras lo operaban de un derrame cerebral.
Dicen los que estaban cerca, que Maradona dudaba respecto al amor que le tenía la gente: pero mirá que cosa absurda. Lamento que la pandemia no haya permitido la real demostración de afecto que hubiese tenido. Algunos se sorprendieron con lo que ocurrió en su velorio, se hubiesen caído de tujes sin pandemia: hubiésemos sido millones en todo el mundo.
Es la muerte del artísta más popular del SXX a nivel mundial y yo no creo que las mayorías se equivoquen como creen los elitistas. A pesar de esto, yo no los juzgo por no entender, es algo que no tiene una sencilla explicación y mucho menos es algo que esté a mi alcance.
Lo que si hay que tener en claro algo. Mientras duren nuestras discusiones e intercambios, Maradona seguirá allí, eterno, tatuado en millones de corazones. Y uno de esos es el mío.